- Buenos días.
- Muy buenos.
- ¿A qué ha venido?
- Necesito que me eche un vistazo a la sonrisa.
- Déjeme ver - le examina la boca con rapidez introduciéndole los enguantados dedos - no encuentro nada raro.
- Sí, ¿verdad? No lo entiendo.
- Disculpe, no suelo decir estas palabras pero ¿cuál es su problema?
- ¿El mío?
- Sí
- Ninguno
- ¿Entonces? - pregunta integrado.
- El mío ninguno, pero parece que mi sonrisa no funciona. Mire: salgo de casa, después de mi concienzuda higiene dental, y camino hacia el trabajo.
- ¿A qué se dedica usted?
- Soy viajante - tras una aspiración sigue su historia - fíjese que hago siempre la misma rutina, voy al banco y retiro el dinero para la jornada. El cajero del banco está detrás de un grueso cristal; le hablo con una sonrisa, pero como no me escucha bien ladea la cabeza y me mira con su oreja.
- Creo que ya sé por dónde va usted.
- Voy por el banco, pero verá. Después me dirijo hacia el aparcamiento y, cuando salgo, ya no hay un conserje sino un brazo de hierro y una cámara que me observa a lo lejos para abrirme el paso.
- Mal oficio el de conserje biónico. - Añade.
- Conduzco durante horas hasta llegar a la tienda de mi cliente...
- ¿Qué vende usted?
- Vendo relojes.
- A buenas horas - musita.
- Mi cliente está todo el día preocupado: facturas, robos, esas preocupaciones...
- Es lo mismo - vuelve a musitar.
- Y en su trajín diario a penas repara que estoy en la tienda. Creo un cliente medio a penas me mira a la cara los 20 segundos en los que repaso los albaranes.
- Siga, por favor... Yo cobro por horas.
- En el restaurante la camarera anota mi comanda mirándome a través de su libreta. Cuando me sirve los platos, caen sobre mi mesa como si fueran boomerangs que tuvieran que regresar solos hasta la cocina.
- ¡Qué bella metáfora!
- Fíjese doctor que yo creo que este mundo no quiere mirar en sus propias fauces. El único orificio que miran es su ombligo. La gente no mira al interior, sino que sólo mira hacia afuera para lamentar sus penas y criticar a los demás. La sonrisa, amigo doctor, es la primera señal de humanidad que tenemos cuando nos encontramos con otro igual, si no la mostramos es obvio que nos da igual.
Pero fíjese doctor, una cosa le quiero decir, nadie mete en realidad las manos dentro de la inmundicia, nadie tiene el valor de llegar al fondo y tocar con la punta del dedo allá donde está el problema.
En esta sociedad nadie quiere sonreír, y usan las orejas para no prestar atención, los ojos para esquivar miradas, y los pies sólo sirven para caminar a una dirección de huída. ¿Qué le parece doctor? ¡Quiero que me arranque todos los dientes de una vez! No me deje ni un incisivo, ni un caninoe ni un premolar, no quiero nada más, ni tan siquiera las del juicio, porque ese, doctor, ya lo he perdido.
- Me temo que eso no podrá ser.
- ¿Se niega?
- No
- ¿Es por principios? Le pagaré bien.
- No, no soy dentista. Se ha equivocado de puerta. Yo soy proctólogo. Pero ahora que me deja hablar le diré una cosa.
Quizás usted piensa que nadie mira más allá de su ombligo, pero precisamente yo he de meter la mano hasta el fondo y, con la punta de mis dedos llego a rozar el tumor con el que puedo salvar la vida de las personas. Me enfrento de pie, sin huir hacia ninguna parte, resistiendo durante horas contemplando el más desagradable orificio, un abismo en el cual me desplazo entre vísceras.
Poca atención puso usted en llegar hasta aquí y ningún caso ha hecho a nada que le rodea. A usted sólo le apetecía quejarse, lamentarse y por último mutilarse como mártir de la sonrisa. Es culpable de sus acusaciones.
Querido amigo relojero, mis principios no se venden, pero sí mi tiempo. Ya que me puse los guantes, bájese los pantalones.
Dieciséis de octubre de dos mi doce.